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Textos y fotos Lydia Rodríguez
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Medianoche en París.

Como bien ilustra la película de Woody Allen, cuando los relojes dan las doce de la noche, París se transforma y puede pasar cualquier cosa. ¿Nos encontraremos nosotros también con Gertrude Stein, Picasso, Hemingway y Scott Fitzgerald? ¿Podremos ver a Joséphine Baker bailar en alguno de los cafés de la ciudad? Sólo hay una forma de averiguarlo... volviendo a París

De momento nos amanece en París. Y mientras esperamos la ansiada medianoche, nos dejaremos sorprender por el día parisino entre café au lait, croissants y pains au chocolat.

Flores y plantas gigantes parecen crecer desde la cama en la que, a primera hora del día, sigo remoloneando. Con los ojos medio abiertos distingo pájaros exóticos, edificios fantásticos y personajes disimulados entre la vegetación. Me he despertado en el Jardín Divino. No. Ni sigo dormido ni anoche tomé nada raro. Así es como se llama una de las habitaciones del hotel Notre Dame. Estoy en París y este ambiente campestre es, en realidad, la decoración de esta estancia, diseñada, como las otras 26, por Christian Lacroix. Es una mezcla de barroquismo y arte medieval multicolor, con la que el modisto francés quería que la gente soñara, se sintiera “ailleurs”, en otro lugar. Y puede estar seguro de que lo ha conseguido. Pero esta habitación tiene además otro secreto: al correr las cortinas aparece frente a nosotros la catedral de Notre Dame, o al menos el inminete resurgir de la que fue, y pronto volverá a ser, una vista majestuosa que se prolongará durante el desayuno, un piso más abajo, en un salón repleto de luz donde los desbordantes tapices de las paredes y los sillones de terciopelo con estampados de todos los colores llenan de energía a cualquiera.

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La reapertura de Notre Dame está prevista para 2024, coincidiendo con la celebración de los Juegos Olímpicos.

Estoy preparada para comenzar el día.

Por la mañana es "beautiful"

Imitando discretamente con mi silbido el clarinete de Sydney Bechet (la banda sonora de la película de Woody Allen), me echo a la calle a recorrer los rincones de esta ciudad, esperando a que llegue la medianoche y ver si se produce algo parecido a lo que sucede en el film del director neoyorquino.

El sol está jugando hoy al escondite y se deja ver a ratos, reflejando sus rayos matutinos en el agua del Sena. Son los mismos rayos que intentan calentar la piedra blanca y gótica de la catedral, preparada, una jornada más, para recibir a los 40.000 visitantes que diariamente pasan por aquí. Pero de momento, París está tranquilo. Merece la pena madrugar y descubrir esta faceta sosegada. En los bares y brasseries preparan las mesas de las terrazas y sirven los primeros cafés au lait, croissants y pains au chocolat del día. Las panaderías también están ya abiertas y en el aire flota un aroma de lo más placentero. Estoy adentrándome en Le Marais, uno de los barrios más hermosos de París, jalonado de palacetes y donde se conservan calles y edificios medievales. Hasta el siglo XII fue una zona pantanosa, inundada con las crecidas del Sena. Después se instalaron las instituciones religiosas (monjes y caballeros templarios), luego la comunidad judía y más tarde los señores y los nobles, que se construían aquí sus casas de campo. Con el tiempo, las vendieron a ricos burgueses y comerciantes y esta zona se convirtió en un barrio de artesanos, ocupado poco a poco por las clases populares.

Todo ese pasado se puede ver hoy paseando entre sus calles, donde restaurantes, bares, cafés, enotecas, librerías, tiendas de todo tipo, floristerías o galerías de arte hacen de él uno de los lugares preferidos por los parisinos.

En este distrito se ha instalado uno de los pasteleros-chocolateros más reputados de la ciudad: Jacques Genin. La Chocolatería de este perfeccionista que sirve sus elaboraciones a decenas de hoteles de lujo y restaurantes con estrella Michelin ocupa las dependencias de una antigua rosaleda. El espacio se ha transformado, por supuesto, y ahora alberga la tienda, un salón de té y el taller-cocina, que se puede visitar algunos días, cuando no hay muchas prisas. El chocolate, junto al caramelo, es su especialidad pero también borda los pasteles tradicionales (éclair au chocolat o caramel, tarta de limón, flan de pastelero, paris-brest...) que son los únicos que salen de su obrador, y varias veces al día para ofrecer siempre productos frescos y recién hechos. Vamos, un lujo que, además, no es caro, así que, como ya han pasado unas horas desde que desayuné, decido tomar un pequeño tentempié (un chocolate caliente, por supuesto) antes de dejar este barrio y acercarme por el de Ópera.

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Poco después, aquí estoy, frente al Palais Garnier, es decir, la Ópera de Paris.

Cuando se inauguró, en 1875, la gente comenzó a llamarlo palacio por la suntuosidad de sus salas, pero nunca fue tal. Siempre fue eso, la Ópera, un lugar que, en una época en la que no se viajaba mucho, ni había revistas ni televisión, suponía la manera más increíble de evasión. Además era un enclave social: aquí se venía para ver y para ser visto, por lo que todo, desde la sala de espectáculos hasta los espacios de recreo y pausa fueron pensados con esa finalidad. Los palcos y logdes se preferían ante las butacas de la platea; la gran escalera de entrada tiene pequeños balcones donde se apostaban dames y seigneurs que, además, solían estar abonados. Eran tiempos en los que, gracias a la revolución industrial, la burguesía se había hecho rica, estaba feliz de serlo y más aún de mostrarlo. Mucho ha llovido desde entonces y, aunque todavía habrá quién vaya a la Ópera con aquel espíritu, hoy se acude por el simple placer del disfrute artístico. Eso sí, hay que tener en cuenta que en este edificio se programan los ballets, mientras que las óperas se suelen representar en la Ópera Bastille, más grande y moderna.

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Como llevo todo el día caminando, he decidido que mi último paseo de la tarde lo haré de manera distinta: en un 2cv, el mítico coche de Citroën que no puede ser más francés. Clémence, mi conductora, está ya esperando en la plaza de la Concorde, junto a la salida del Jardín des Tuileries.

Pues nada, ¡allá vamos!

el encanto de las tardes parisinas

En este mismo barrio de los grandes bulevares todavía persisten los antiguos pasajes y galerías cubiertas, unos lugares que permitían ir de unas calles a otras sin sufrir las inclemencias del tiempo y donde la gente también iba a ver y ser vista. Los primeros se construyeron a finales del siglo XVIII pero su época de esplendor fue la siguiente centuria, cuando se convirtieron en lugar asiduo para la clase pudiente. Acudía a ellos para pasearse y atraída por todos los tipos de comercios que se instalaron aquí, donde se podía comprar tranquilamente y sin ensuciarse, pues en esta época todavía no existían ni las aceras ni las alcantarillas, por lo que podemos imaginar el estado de las calles...

Estos pasajes son uno de los sitios menos conocidos de París y todavía conservan bastante autenticidad. Se convierten en el lugar perfecto, por ejemplo, para ir a comer. Cualquier bistrot o pequeño restaurante del pasaje des Panoramas nos hará sentir como verdaderos parisinos, aunque también nos encontraremos con alguna pizzería y otros espacios anacrónicos. Esta galería se construyó en 1800 y tuvo mucho éxito porque mezclaba el ambiente burgués de las galerías de madera que había junto al Palacio Real y el más popular que se encontraba en los boulevards. Como anécdota curiosa, de esas que gustan por igual a turistas, residentes, paseantes e intelectuales, fue el primer lugar público de la ciudad equipado con iluminación de lámparas de gas. Aquí podremos encontrar una de las imprentas más antiguas de París, Stern. Y cerca de ella, una tienda de objetos verdaderamente únicos y sorprendentes, casi todos relacionados con el mundo de los juguetes antiguos, con el divertido nombre de Tombées du camion. 

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En otro pasillo me llama la atención la vitrina de luz tenue de un local en cuya fachada se lee Hemingbird. Es un atelier-boutique donde Cosette Dion, chilena afincada en Francia, ha recuperado un oficio perdido: cartonnière, o lo que es lo mismo, creador de cajas de cartón y papel. Estos objetos tienen toda una historia, pues nacieron con la industria de la seda, ya que era el único envase donde se podía conservar en las condiciones requeridas; y poco a poco las adoptaron los perfumistas, que encontraban que estas cajitas eran lo más elegante y delicado para guardar sus creaciones. Podemos pasar por otras galerías, cada una diferente, como el pasaje Verdeau, con sus librerías y galerías de artistas; el pasaje du Grand-Cerf y sus tiendas de artesanos de moda; la galería Colbert, que fue comprada por la Biblioteca Nacional y ahora aquí tienen lugar las clases del Instituto Nacional de Historia y del Arte, de la Universidad de la Sorbona; o la galería Vivienne, una de las más glamurosas desde el momento mismo en que se abrió.

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Al salir de este curioso laberinto veo que el sol ha hecho acto de presencia y decido aprovecharlo caminando de nuevo hacia Le Marais. Se me ha antojado un té y tiene que ser en la tienda de Mariage Frères, un salón de té donde se ha recreado el ambiente colonial y donde lo preparan de manera exquisita. Los olores, la luz y la puesta en escena de la boutique te hacen sentir en otro lugar. En este momento, lo más importante es el ritual, la voluptuosidad con la que el agua infusionada cae por el cuello de la tetera y esparce todo su perfume al llegar a la taza. Hay que saber disfrutar de estas pequeñas cosas... Las tazas y los aromas vuelven a presentarse en la calle Saint Honoré, mientras camino hacia la plaza de la Concorde. La fachada azul me ha llamado la atención y al pasar, he descubierto la tienda de los perfumes Penhaligon's, un lugar de lujosas y elegantes fragancias.

Y mientras Clémence me va contando anécdotas de los lugares por donde pasamos (Campos Elíseos, Arco de Triunfo, Trocadero, Torre Eiffel, las orillas del río Sena...) yo voy observando, curiosa, todos los detalles de esta reliquia que sigue rodando, junto a los otros 33 coches de 4 Roues sous 1 parapluie, que es como se llama la empresa que hace estos divertidos recorridos. El nombre viene del origen del 2CV, que debía ser un vehículo para el campo “que ofreciera suficiente espacio para dos agricultores sin necesidad de quitarse el sombrero (de ahí el techo alto y curvo), un saco de 50 kilos de patatas o un pequeño barril y que sea capaz de alcanzar 60 kilómetros por hora y consumir, como mucho, 3 litros de combustible". Con estas premisas, el primer prototipo tenía un llamativo aspecto y se le llamó de forma irónica “paraguas con 4 ruedas”. 

 

Y así dejo pasar la tarde mientras me imagino en una película en blanco y negro y con música algo acelerada, con eco y susurro de gramófono.

por la noche es fascinante

Estoy nerviosa, pues ya queda poco para las doce de la noche. Pero bueno, intento calmarme paseando por Saint Michel y el Barrio Latino, hasta que mis pasos me llevan a la Cour du Comerce Saint-André donde, frente al Procope, el café más antiguo de la ciudad, recalo en el fascinante restaurante Un dimanche à Paris. Aquí Pierre Cluizel ha hecho realidad un sueño: reunir bajo el mismo techo el arte del chocolate y el arte y el espíritu del barrio de Saint Germain des Près. Una tienda y un lounge completan el espacio en el que disfrutar de todos los aspectos de la gastronomía ligada al cacao. Los bombones y los pasteles son magníficos pero el restaurante sorprende: en sus platos, en mayor o menor medida, está presente el chocolate. Y el placer se duplica al contemplar el marco donde estamos, presidido por una de las cuatro torres que quedan de la muralla de Philippe Auguste, del siglo XIII.

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El Café Procope, es el más antiguo de la ciudad.

Pero tras la medianoche, París es mágico.

Y tras esta experiencia, vuelvo a las orillas del Sena, a los quai, los muelles, donde también por la noche acuden grupos de amigos, parejas y solitarios. Junto al río, hipnotizada por los reflejos en el agua de las luces suaves de farolas, puentes, barcos y edificios, oigo las doce campanadas que marcan el momento tan esperado. Miro a mi alrededor. Espero. Espero un poco más. No pasa nada. Nada fuera de lo normal. Y empiezo a pensar si el amigo Woody no nos habrá tomado el pelo con eso de que tras la medianoche París es mágico... Pero, tras repasar rápidamente todo el día de hoy, me doy cuenta de que lo que se supone que tiene que suceder ahora, ya ha pasado: desde el hotel hasta mis infatigables paseos, pasando por las tiendas y los lugares que he visitado, todo me ha permitido transportarme en el tiempo, ir a otras épocas. Los olores, las historias, los sabores, las anécdotas... Verdad es que no estaban ni Picasso, ni Hemingway, ni Toulouse-Lautrec, ni los demás, pero sí otros personajes, actuales, anónimos pero igual de auténticos. 

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A las orillas del Sena.

 La magia de París no está sólo tras la medianoche, sino durante todo el día. Y no necesitamos volver a ninguna época pasada porque la ciudad conserva la impronta de todas ellas y este París, el de hoy, es igual de fascinante y mágico que el de cualquier otro tiempo anterior.

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Texto y fotos: Editorial Viajeros

Aquellos jóvenes pintores que salieron de París buscando nuevas emociones encontraron en Étretat, uno de los tesoros de la Costa de Albâtre o Alabastro, una poderosa fuente de inspiración. La energía del mar y los acantilados que delimitan la población sedujeron a pintores como Corot, Boudi, Courbet y, por supuesto, a Monet quien le dedicó nada menos que ochenta lienzos.

Texto y fotos: Pepa García

París te conquista incluso antes de visitarlo por primera vez. Son tantas las imágenes que tenemos guardadas en la memoria –debido a la Literatura, la Fotografía o el Cine– que esa sorpresa visual llega a desaparecer. Sin embargo, disponemos de otros sentidos, aparte de la vista, que sí nos invitan a gozar de esa primera impresión.

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