Textos y fotos Oscar Checa
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VIAJES. COSTA DAURADA. Con espíritu medieval

Tierra adentro, donde el Mediterráneo se presiente pero deja de ser una certitud geográfica, la Costa Daurada cambia el mar por cerros, las playas por murallas y el bullicio por la placidez de los sonidos naturales.

 

Tierra adentro, donde el Mediterráneo se presiente pero deja de ser una certitud geográfica, la Costa Daurada cambia el mar por cerros, las playas por murallas y el bullicio por la placidez de los sonidos naturales.

 

Dragones. Esta es tierra de dragones, sí. O al menos, según las leyendas, lo fue en su tiempo. Los que yo he visto, de momento, son de hierro forjado, y forman parte de barandillas, pasamanos y pretiles. En otra época, el herrero que las diseña hubiera sido el encargado de forjar la espada o la lanza con la que un apuesto caballero se habría enfrentado al monstruo, pero hoy ni en las fraguas repiquetean los mazos sobre metales destinados a devenir tizonas, coladas, joyeuses o durandales, ni se ven muchas serpientes aladas y con garras de león que escupen fuego. El caso es que aquí, en Montblanc, cuenta la tradición que fue donde Sant Jordi acabó con el dragón… es decir, con uno de ellos, porque a juzgar por la cantidad de relatos medievales el hombre no paraba de ir de acá para allá linchando bestias y salvando princesas, y el mito se repite una y otra vez en decenas de territorios.

En Montblanc lo recuerdan cada primavera con la recreación de esa historia durante la Semana Medieval, donde también hay mercados, demostraciones de oficios artesanales, campamentos de actividades soldadescas como tiro con arco o combates de espadas, pasacalles y rondas de trovadores, torneos medievales nocturnos, una cena con ambientación medieval, conciertos y degustaciones de vinos, que para eso estamos en tierra de viñedos. Y en octubre vuelven a la carga con Clickania, un festival de clicks de Playmobil, en el que no faltan muñecos y reproducciones de tema medieval, por supuesto, aunque hay muchísimos más: piratas, indios y vaqueros, romanos, policías, granjeros, circos...

Vinos en la muralla

Pero bueno, el Medievo es lo que triunfa en Montblanc, eso está claro. Conserva su muralla, en parte visitable, y que es el primer elemento con el que nuestra imaginación se dispara e iglesias como la de Sant Miquel, de una sola nave y cubierta de madera policromada; la de Sant Francesc, que perteneció a un convento y hoy, desacralizada, acoge la oficina de turismo; o la de Santa María la Mayor, que la crisis provocada por la peste negra dejó a medio terminar pero que es la que más partido saca a lo teatral, con su plaza encajada en mitad de la villa, la callejuela escalonada que lleva hasta ella y su fachada barroca que sustituyó a la gótica tras los destrozos de la guerra de los Segadors.

Las calles también mantienen el tipismo medieval, empedradas, algo laberínticas, con casas de piedra y palacios de ventanas góticas… En la Plaza Mayor, en los llamados Porches de Cal Malet, se conservan aún la cuartera y los tres cuartanes, las antiguas medidas oficiales de la ciudad para el grano, algo que ya es bastante raro de ver; y cerca, la Fuente Mayor, que traía agua al centro de la población tanto para los vecinos como para los animales.

El puente Viejo (que ahora, remozado, ha recuperado su lozanía), el convento y santuario de la Serra y el antiguo hospital de Santa Magdalena contribuyen también a crear ese ambiente medio fabuloso de épocas pasadas. Algunos de estos lugares –como el hospital de Santa Magdalena, que de alojar a peregrinos y enfermos pasó a ser convento, consultorio médico y fábrica de paños– se han ido adaptando a los nuevos tiempos. Los más llamativos son algunas de las torres de la muralla, que hoy se han transformado en casas privadas. Y una de ellas, ahora en sala de catas. Desde luego los Vins de Pedra no podían tener un mejor escaparate. Aquí, en esta torre de Tastos, como la llaman ellos, se presentan y se catan los vinos de Marta Pedra. Vinos de la Conca del Barberà, claro. Como diría cualquier personaje de relatos épicos, el destino me es dadivoso por poner en mi camino todo esto. Porque, ¿hay algo más placentero que beber vino en una torre medieval y con una buena conversación? Pues no, no lo hay. O pocas cosas son. Aquí, con Raquel, la enóloga de la bodega, dejo pasar lo que queda de tarde mientras probamos el Blanc de Folls, L'Orni, La Musa, el Negre de Folls y el Trempat, en la “azotea” de la torre o en la puerta de la calle, mientras hablamos, de vino –claro–, de arte, de historia y de nimiedades y futilidades que aderezan y animan toda buena charla. Solo faltan unas viandas, pero eso me lo tiene reservado Carme, de la Fonda Cal Blasi. Las mesas del comedor están vestidas con manteles de tela verde y blanca. En el techo –bajo, con revoltones– tres ventiladores se encargan de remover el aire. Las paredes están adornadas con platos de cerámica, fotos y recortes de periódico enmarcados. “Aquí tienes”, dice Carme sirviéndome pan tumaca con jamón, queso de cabra y butifarra amb mongetes (longaniza con alubias), que no puede faltar en toda fonda catalana que se precie, claro.

Como aún sacará más platos, cuando acabo decido dar un paseo por aquello de ayudar al estómago en su labor. Montblanc está en calma. Hay vecinos que en la puerta de sus casas (buenas noches, –buenas noches–) toman el fresco, la marinada, el viento que llega del mar pero seco, habiendo dejado la humedad en las montañas que se interponen entre la ciudad y la costa. A esas montañas tengo previsto ir mañana, así que tampoco me demoro mucho en mi callejeo nocturno: lo justo para sentirme un poco más liviano y disfrutar de rincones apenas iluminados y del eco de mis pasos en el suelo empedrado.

Pintado en la roca

Empiezo el día como terminé el anterior: caminando. Desde Montblanc se organizan visitas guiadas para ver las pinturas rupestres de las Montañas de Prades, y yo, que es oír lo de arte prehistórico y dejar lo que esté haciendo, me he apuntado a la excursión. Hay un buen número de abrigos rocosos en estas montañas donde se han descubierto pinturas que reproducen escenas de caza, con figuras humanas y animales, y dibujos esquemáticos que podrían estar relacionados con la astronomía.

Forman parte de lo que se conoce como Arte Rupestre del Arco Mediterráneo, pues junto a las encontradas en otros lugares de Aragón, Comunidad Valenciana, Castilla-La Mancha o Murcia parecen seguir un estilo similar y todas están datadas en épocas que van del 10.000 al 4.500 a.C. Desde Rojals, una pequeña aldea que pertenece al municipio, se inicia la caminata de unos ocho kilómetros ida y vuelta, a través de pinares con algún que otro terraplén y cuestas. No es un itinerario complicado pero hay que estar en forma, eso sí. También tienen su historia estos pinares, y nos la van contando, al mismo tiempo que nos hablan de las plantas y de sus usos tradicionales, ya sea en cocina, botica o asuntos esotéricos. Pasamos algún arroyuelo, una balsa, casas en ruinas… y llegamos a los abrigos de Mas d’en Llort y Mas d’en Ramon Bessó. Cada uno vive el momento de encontrarse frente a dibujos de miles de años de una forma diferente, pero creo que es una de las sensaciones más desconcertantes y fabulosas que pueda haber. Estas no son grandes figuras ni tan llamativas como otras, pero da igual, el efecto sigue siendo fascinante.

Cerca de Montblanc, en Valls, las emociones son distintas. Valls se creó también en la Edad Media, allá por el siglo XII, pero la revolución industrial del XIX cambió completamente el aspecto de la ciudad. El antiguo barrio judío deja entrever la fisonomía de la villa en otros tiempos aunque hoy lo más llamativo podríamos decir que no está a nivel de calle, sino bajo ella o muy por encima de ella. A ver, me voy a explicar: Valls conserva un refugio antiaéreo construido durante la Guerra Civil. Se conoce como el Refugio de la plaza del Blat, y se ha acondicionado y adecuado para poder acoger visitas. Lo primero que uno se encuentra es una espléndida sala gótica que sirve de centro de interpretación de la historia de la ciudad. Desde aquí sale el refugio subterráneo. La zona que se puede visitar hoy ocupa unos 55 metros pero es suficiente para hacerse a la idea de lo que implicaba tener que guarecerse allí, a ocho metros bajo tierra, en una galería de metro y medio de ancho en la que en algunos tramos hay que agachar la cabeza para no darse con el techo de ladrillo del pasadizo. Y después, casi al lado, la iglesia de San Juan Bautista eleva su torre campanario hasta los 74 metros, convirtiéndose en la más alta de Cataluña.

También se puede visitar, siempre que no tengamos acrofobia ni vértigo, por supuesto. Lo de levantar torres tiene otra faceta en Valls, pues aquí es donde nació la tradición de los castells, los castillos de personas. Todo viene de un baile popular de la Comunidad Valenciana, el ball de Valencians, y de la mojiganga, un baile de carnaval que acaba con el levantamiento de una pequeña torre de personas. A principios del siglo XIX ya existían en Valls dos colles de castellers, dos agrupaciones, que rivalizaban por conseguir la torre humana más alta y de mayor dificultad técnica. Hoy, convertida además en Patrimonio Mundial, esta tradición logra montar castillos de hasta diez pisos. El mundo casteller es muy particular y dentro de poco se podrá aprender todo sobre él en el museo que se está construyendo junto a la plaza del Blat.
 


Así que, recopilando, tengo el campanario, los castells… pero sé que hay un chascarrillo que dice que cuando vienes a Valls tienes que levantar la cabeza tres veces: las dos primeras ya están… y la tercera no me la quiero perder: las calçotadas. Claro que para eso hay que pasarse por aquí en invierno, cuando se recolectan los calçots, esas cebollas blancas tiernas y dulces que se cocinan a la brasa y se comen impregnadas en una salsa especial a base de almendras, avellanas, tomates, ajos, aceite de oliva, vinagre, ñora, pimienta, perejil y sal. Aunque, bueno, como siempre, cada maestrillo tiene su librillo y esto de las salsas es algo tan serio aquí que hasta hay concursos para ver quién la elabora más sabrosa. ¡Yo me apunto como miembro del jurado! ¡Vuelvo en enero!

Enoturismo en el Priorat

La última etapa de este viaje transcurrirá más hacia el sur, al otro lado de las montañas de la Sierra de Llabería, en la comarca del Priorat. Más que en grandes fortalezas o castillos, el Medievo aquí sigue estando presente en la fisonomía de los pequeños pueblos de casas de piedra y mortero. Desde antiguo, todo el territorio estuvo vinculado al mundo del vino. Los lugareños de Els Guiamets ya hacían de guías por estos lares a los comerciantes de la ciudad francesa de Metz, que venían a comprar vino por aquí. De aquella relación derivó el nombre actual (guía-Metz, Guiamets). Es una de las pequeñas historias que descubro charlando con Antonia y Jordi, del hotel Cal Torner, un establecimiento que ya sirvió de posada en otra época y que ahora, con ellos, continúa acogiendo a quien viaja por esta comarca y quiere disfrutarla de la manera más auténtica.

Cerca del pueblo, junto al pantano, Violeta Castellví pone su grano de arena para hacer lo mismo a través de su empresa Servikayak. La actividad estrella son los paseos a caballo por los viñedos que rodean el pantano. Montado en uno de ellos me imagino a los antiguos caballeros o a aquellos vinateros franceses mientras Violeta nos va contando anécdotas de la historia de este lugar. El pantano se extiende hasta Capçanes, el pequeño pueblo donde he decidido hacer un alto para continuar con la faceta enoturística del tramo final de mi recorrido. El Celler de Capçanes, la cooperativa local, está abierta a las visitas y Vanesa es una de las mejores guías que se pueda tener, pues no solo te cuenta la historia de la bodega y sus vinos (por cierto, fueron unos de los primeros en elaborar vinos kosher) sino de la comarca. Una comarca que, en otra época también vivió de la minería. En las minas de Bellmunt del Priorat se extraía plomo, galena de gran calidad. Se explotaron durante un siglo y ahora, cerradas, quienes transitan por sus galerías son los viajeros que, como yo, llegan hasta aquí buscando lugares curiosos, diferentes y con una gran historia detrás. Estos, sin duda, lo son.

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Texto y fotos: Jordi Jofré Neyra

Un baño de genios e historia es nuestro plan para que disfrutes de Costa Daurada en los próximos meses. Este rincón tarraconense llama a nuestras puertas con sus frescas propuestas veraniegas. Todo ello, claro, al ritmo de las olas del Mediterráneo. Recrea tus cinco sentidos con gladiadores, pintores, músicos y marineros. ¿Pinta bien? ¡Pues sabe aún mejor!

En familia y buscando propuestas divertidas. Con ese objetivo hemos viajado hasta Costa Daurada y, la verdad, hemos vuelto con una sonrisa. Abrid bien los ojos porque tenemos opciones para aventureros, glotones, arqueólogos e, incluso, para aprendices de pescadores y pastores. ¡Disfrutadlo en buena compañía!

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