Textos y fotos Oscar Checa
Categoría
Compartir

VIAJE A CENTROAMÉRICA. Costa Rica y Nicaragua en 7 días

Los colores, los aromas, el clima, la naturaleza, las ciudades... todo es superlativo en Centroamérica. De las selvas de Costa Rica a los volcanes de Nicaragua, este es un viaje de potentes experiencias solo apto para los más apasionados aventureros... Hemos recorrido estos dos países para les saquéis el máximo partido en solo una semana.

 

La sensación de hallarse en el lugar más remoto del planeta se acentúa cuando ya ha pasado más de una hora a bordo de la lancha y la estampa selvática que flanquea las dos orillas del río por el que navegamos parece perpetuarse de manera infinita.


Todavía queda otra hora más hasta llegar a nuestro destino y el paisaje cambiará poco, con la excepción de que esta carretera acuática se ensanchará y mudará de color (del parduzco al verdoso y negro) y los árboles se volverán más altos cuando enfilemos la laguna alargada de Tortuguero. El pueblo de mismo nombre y los hoteles de la zona parecen desaparecer del mapa cuando no es “temporada de tortugas” en este lugar en el que se hace difícil establecer los límites de lo que es mar, tierra, isla, canal o río. Esos animales, las tortugas marinas, parece que lo tienen más claro, pues hasta estas playas de arena grisácea llegan, puntuales, cada año, para desovar, recordando el rincón del mundo donde nacieron. Vienen sobre todo las especies de tortuga Verde del Caribe, Baula y Lora, aunque también se pueden ver tortugas Laúd y Carey. Toda la zona es un Parque Nacional y el acceso a las playas durante la época de puesta está absolutamente controlado, ya que la mayoría de estas especies están en peligro de extinción. Nosotros hemos llegado fuera de temporada, y en la playa no se ve ni una tortuga. Tampoco sombrillas ni toallas ni bañistas ni surfistas: esta es una playa verdaderamente salvaje en la que conviene no bañarse pues, además del fuerte oleaje y una gran resaca, por sus aguas transitan animalitos como tiburones y barracudas… De todas formas, quien viene hasta un lugar como este no lo hace pensando en la playa, sino en vivir la experiencia de estar rodeado de una naturaleza exuberante y recorrer las arterias de este bosque tropical lluvioso. Así es como se denomina el tipo de jungla de Tortuguero, y al poco de llegar entendemos el porqué: la lluvia hace acto de presencia de manera repentina. Cae con fuerza y el sonido que produce al chocar contra las hojas de los árboles, la tierra y el río resulta hipnótico y extremadamente placentero.

 

Parques nacionales de Costa Rica: de Tortuguero a Cahuita

Amanece sin rastro de toda esa lluvia por lo que es el momento perfecto para explorar los canales. Muchos de ellos se abrieron en mitad de esta jungla para poder acceder mejor hasta los pueblos del interior. También para sacar madera pues, durante un tiempo, se explotaron los recursos madereros, introduciendo, además, algunas especies nuevas de árboles. Las barcas y las canoas se van internando en la selva y, pausadamente, recorren las orillas, mientras que el guía o el propio barquero va explicando cada una de las especies vegetales o animales que salen al paso. Aquí hay iguanas, perezosos, mapaches, osos hormigueros, jaguares, monos, ranas (como la llamativa rana verde de ojos rojos), basiliscos (lagartos que pueden correr por encima del agua), mariposas (como la Morpho, grande y de brillante y metálico color azul), caimanes, manatíes y centenares de aves como garzas, papagayos, martines pescadores o zancudos. Con todo este despliegue, el espectáculo acústico está asegurado. La selva suena distinta según avanza el día, pero el momento más seductor es al final de la tarde. Sentado a la orilla del río, como hacen los habitantes del pueblo de Tortuguero, observo cómo el trajín de lanchas se calma según llega la noche, el aire se vuelve más fresco y húmedo y se llena de los cantos rítmicos y agudos de las ranas con el eco de algún otro sonido misterioso, seguramente emitido por algún mono aullador… El sol desaparece por detrás de la enorme masa de árboles que empieza a volverse negra y de la que emerge la luz y el runrún del motor de alguna lancha rezagada… Todo queda en calma… pero es una calma extraña, llena de sonidos, que devuelve el espíritu a tiempos atávicos y deja nuestro cuerpo de ser “civilizado” vano y amedrentado…

Más al sur, pero en la misma costa caribe, en el Parque Nacional Cahuita, la sensación es similar. El sendero costero es la mejor manera de recorrerlo, con las playas de arena blanca y negra y el arrecife de coral a un lado, y una densa selva al otro. Desde luego, hay que ir bien pendiente de dónde ponemos el pie o la mano, pues en estos árboles vive, por ejemplo, una de las serpientes más peligrosas del mundo y la única venenosa de Costa Rica (pero también de las más hermosas): la víbora Amarilla u Oropel. Igual de llamativo es el tucán Pico Iris que también habita por estos lares, aunque es difícil de ver. Pero tal vez la estrella por este rincón sea el perezoso… ¡y muy a su pesar! Este extraño animal que solo se alimenta de hojas sigue sin ser bien comprendido por la gente y muchos son cazados o perseguidos. A unos pocos kilómetros del Cahuita, se encuentra el Sloth Sanctuary, un santuario de perezosos, un refugio que es, al mismo tiempo, el único centro de investigación de osos perezosos de todo el mundo. Judy Avey y Luis Arroyo fundaron este lugar en 1996. Al principio atendían a todo tipo de animales pero ante el número de perezosos que llegaban, decidieron dedicarse en exclusiva a ellos. Llegan heridos, víctimas de atropellos o electrocutados… y también muchos pequeños que han perdido a sus madres. En el centro tienen instalada una sala de maternidad como la de cualquier hospital en la que cuidan de estos retoños, alimentándolos con leche de cabra, zanahoria y camote (patata dulce). Cada uno de ellos tiene su propia “cuna” o incubadora, y un peluche al que se abrazan con fuerza siguiendo su instinto natural. Alguien hace una broma comparándolos con los surfistas y sus tablas que podemos encontrar un poco más al sur, en Puerto Viejo de Talamanca. Hacia allí vamos, precisamente, para terminar el itinerario costarricense de nuestro viaje.

 

 

A primera vista Puerto Viejo solo es una pequeña ciudad demasiado turística, pero es un efecto engañoso: aquí está parte de la auténtica Costa Rica afrocaribeña y, a poco que uno busque, acaba apareciendo. Eso, las playas y el surf es lo que atrajo hasta este lugar a muchos de los extranjeros que ahora regentan bares, restaurantes y tiendas. Kilómetros y kilómetros de playas donde tomar el sol y, sobre todo, surfear esperan a los más osados. Los más atrevidos (y experimentados) de los más osados son los que se arrojan a la Salsa Brava, la rompiente más poderosa (y peligrosa por el afilado arrecife a escasa profundidad) de toda la costa. Pero bueno, hasta que uno alcance el nivel de perfeccionamiento, audacia y locura de estos surfistas puede probar con la no menos espectacular playa Cocles, justo al lado, perfecta también para caminar y quedarse embobado con el paisaje. ¡Pura vida!, como diría cualquier costarricense…

Nicaragua y sus volcanes

La segunda parte de este viaje transcurre por tierras de Nicaragua y, si las selvas y el mar han marcado el rumbo en Costa Rica, aquí serán otras de las maravillas del planeta: los volcanes. De los 26 conos volcánicos con que cuenta el país, siete están activos. Los nicaragüenses (como los costarricenses) están acostumbrados a convivir con ellos. Los temen y los adoran, como ya hacían sus antepasados precolombinos como los náhuatl o los chorotegas. Estos últimos arrojaban a jóvenes a las bocas del Masaya para aplacar la ira de sus dioses. Por entonces este volcán no se llamaba así, sino Popogatepe, es decir, “la montaña humeante”. Hoy no solamente humea sino que la lava de su caldera ha subido de nivel y es visible desde el borde del cráter, provocando un resplandor anaranjado que se divisa a kilómetros de distancia. Desde que esto ocurrió, a principios de 2016, las visitas no han parado (un euro para los nicaragüenses y cuatro para los extranjeros). Lo más impresionante es ir de noche: sopla el viento en la cima y se lleva una columna de humo denso que sale del fondo de la enorme boca del cráter Santiago. La oscuridad se diluye a su alrededor, llenándose del fulgor rojo que despide la lava que borbotea allá dentro. Es hipnótico… indescriptible… En la parte más alta del cráter se distingue la silueta de una enorme cruz: la pusieron ahí los primeros conquistadores españoles, convencidos de que este lugar era la puerta del mismísimo infierno… Desde aquel entonces, el volcán ha entrado en erupción varias veces. Cuando su actividad volvió a manifestarse en 1946, el entonces presidente Somoza trazó el plan de dinamitar el cráter con una bomba atómica… aunque lograron convencerle de lo inútil de aquella idea que lo único que podría causar serían males mayores…

 

Habitamos en un planeta vivo, hay que contar con ello.

Es feroz y hermoso al mismo tiempo, y en esta parte del mundo se constata casi por todos lados. León, algo más al norte pero siempre en la costa pacífica del país, también tiene un volcán particular. Es el más joven de Nicaragua y el segundo de todo el mundo. Se ha ido formando desde 1850 y hoy alcanza ya una altura superior a los 700 metros. Sus laderas están cubiertas de pequeñas piedras oscuras que le dan nombre: Cerro Negro. Cuando uno asciende hasta la cima (hay que recordar que también está activo…) comprueba que en realidad tiene varios cráteres y que “por dentro” el color negro se transforma en una impresionante paleta de ocres, blancos y marrones que contrastan con el verde de la vegetación que se extiende más allá, propiciada por el abono que suponen las cenizas que arroja a kilómetros de distancia con cada erupción. La subida lleva casi dos horas y no es precisamente un camino de rosas. Entonces, ¿para qué sube la gente? Bien, pues porque aquí se practica el volcano boarding, que es el nombre rimbombante de una actividad que consiste en tirarse subido en una tabla por una ladera volcánica con más de 40 grados de pendiente mientras alcanzas velocidades de 70 kilómetros por hora y te salpican por todo el cuerpo las piedrecitas por las que te deslizas. No voy a negar que sea demencial y temerario pero hay que reconocer que también es alucinante. Tiene sus riesgos, pero claro, la belleza y la fatalidad no entienden de criterios juiciosos... En realidad puedes controlar la velocidad a la que bajas clavando pies y manos en la gravilla, porque se supone que irás sentado en la tabla, claro, aunque los más intrépidos (y chiflados) lo hacen de pie, utilizando tablas de snowboard… Las empresas que organizan estos tours (cuesta unos 35 euros) prestan la tabla (que cada uno carga hasta la cima), guantes, gafas y un mono para el cuerpo. La descarga de adrenalina ya la pone cada uno…

 

 

Y una vez calmados, y de vuelta a León, lo suyo es darse una vuelta por esta ciudad que fue la antigua capital del país, cuyas calles no tienen números y cuya arquitectura recuerda a la de cualquier casco histórico de las ciudades españolas, salvando los llamativos colores de las fachadas. León fue una ciudad próspera y los piratas, que estaban al tanto, hacían incursiones desde la costa para saquearla. Debido a eso, muchas iglesias están conectadas entre sí a través de túneles subterráneos que permitían a los habitantes escapar de estos visitantes indeseados. La catedral también los tiene, además de albergar la tumba de Rubén Darío y un recorrido por sus cubiertas de lo más deslumbrante. Y entiéndase esto último también al pie de la letra, pues toda esta mole está pintada de blanco y, con el sol, todo alrededor resplandece. Se me ocurre pensar que aquello de que “la fe es ciega” aquí se cumple pero sin el verbo ser en medio…

Granada y el volcán Mombacho

De vuelta al sur, pasado Masaya y Managua, la capital, llego a Granada. Siempre rival de León, sus historias corrieron paralelas pero cuando un volcán arrasó la primera ciudad de León (la que existe hoy es una segunda fundación) Granada despegó y se convirtió en uno de los motores del país. Los granadinos son conscientes de ello y han acuñado un dicho algo chauvinista: “Nicaragua es Granada; lo demás es monte…” ¡Ahí queda eso!

La verdad es que es una delicia perderse por sus calles anchas, de casas de colores y puertas abiertas, como ocurría antes en los pueblos españoles… Me acerco a saludar a una señora mayor que, sentada en un gran butacón de caña, deja pasar la tarde en el zaguán. “¡Buenas tardes! ¿Esta es su casa?”, pregunto, “Y la suya”, responde con voz amable y serena. Y ahí me quedo un buen rato, charlando con Yolanda, como si fuéramos viejos conocidos.

Granada también vive a la sombra de un volcán. Con su cumbre casi siempre coronada de nubes, el Mombacho la vigila, aunque no hay mucho que temer, pues este gigante de 1.400 metros hace tiempo que está extinguido (aunque unas fumarolas recién aparecidas lo ponen en duda...) Ya hizo de las suyas en otra época cuando, en una erupción de proporciones bíblicas, lanzó enormes piedras al lago Cocibolca (también llamado Nicaragua) y parte de su ladera de desplomó, formando lo que hoy se conoce como el archipiélago de las Isletas. Muchas de estas pequeñas islas, verdaderos paraísos en miniatura repletos de flora y fauna, son privadas y algunas albergan pequeños hoteles o restaurantes donde degustar un excelente pescado fresco.

Pero la visita más espectacular es la que se puede hacer por la misma montaña del Mombacho, declarada Reserva Natural, y donde todavía hay áreas que se conservan vírgenes, sin haber sido exploradas. La exuberante vegetación del bosque tropical húmedo que cubre este volcán, a menudo envuelto en brumas, apenas deja entrever los estrechos senderos trazados. Estos llevan por tres rutas diferentes y con distinto grado de dificultad, que suelen requerir de un guía certificado para recorrerlas. Nos adentramos siguiendo la que llaman “Sendero El Cráter”. En algunos sitios, una especie de pradera de helechos y flores exóticas sustituye a los árboles y crea miradores que dejan atónito. De vuelta a la espesura, los cantos de los pájaros y otros sonidos que no somos capaces de identificar rebotan en toda la gama de verdes de la vegetación y se pierden entre la niebla que va y viene. Dicen que por aquí hay jaguares… la selva se queda en silencio de tanto en cuanto… tal vez alguno nos esté observando ahora…

 

¿Quieres conocer más sobre este destino? Ahora puedes descargar nuestra edición PDF de Viajeros nº 183

 

Guardar

Guardar

Más experiencias seleccionadas para ti