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ISLANDIA. Naturaleza Indómita

Te adentras en un paisaje erosionado por los glaciares y barrido por los vientos sabiendo que bajo tus pies la tierra palpita. Géiseres, cráteres humeantes y cascadas que se precipitan por acantilados de lava basáltica. Y el silencio. Ese silencio que domina un vasto territorio donde el ser humano es sólo una anécdota... Así es Islandia, uno de los últimos lugares donde la Madre Tierra impone su mandato.

 

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Avanzamos en solitario por una carretera que en línea recta divide en dos un paraje implacable, quemado, estéril. Una tierra monótona, de tonos ocres y negros que no está muerta, sino recién nacida. Mucho de lo que vemos, efectivamente, hace muy poco estaba en las entrañas del Planeta.

Y es que en Islandia, en su relativamente breve territorio, tiene treinta volcanes activos que producen una erupción cada cuatro años aproximadamente. Es una buena declaración de intenciones.

colosos líquidos

Caen los kilómetros por esa línea de asfalto que es el cordón umbilical entre la capital, Reikiavik, y los pueblos del oriente islandés; y en nuestro avance el verde gana terreno al negro y las praderas se apoderan del horizonte.

Omnipresentes en el trayecto, las cascadas se deslizan por soberbias paredes rocosas, con nombres tan impronunciables para nosotros como Skógafoss o Seljalandsfoss.

Nos detenemos para empaparnos de la magia de estos colosos líquidos y para sorprendernos con la fuerza del agua, ese elemento que en el sur de Islandia es el bien turístico más preciado, y que se sirve en pequeñas dosis en forma de cascada, glaciar o géiser. Y llegamos a Vík, el pueblo más meridional del país, cuyo topónimo en lengua vikinga significaba bahía. Es éste poco más que un puñado de granjas, un escueto asentamiento en el que muy probablemente las aves marinas superen a los humanos en número. En Vík el mar rompe con furia sobre la arena negra de una playa dominada por la forma caprichosa de Dyrhólaey, un arco de roca tallado por la erosión que emerge del mar. Sobre él y sobre sus vecinos pináculos pétreos anidan los cormoranes y otras aves marinas como los frailecillos, que con su vuelo frenético proclaman a todos que ellos sí son todo un símbolo en este país.

 

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Skógafoss, con una caída de 60 metros, es una de las cascadas más grandes del país.

El temible glaciar Vatnajökull

La carretera más allá de Vík, dejando atrás las granjas y esos prados donde siempre hay un grupo de caballos que parecen puestos para la foto, y el paisaje se vuelve hostil de nuevo. El Parque Nacional de Skaftafell es el hogar del temible glaciar Vatnajökull, una masa de hielo cuyas dimensiones sólo son comparables a las de los que se encuentran en Groenlandia o en Antártida. Es un cementerio blanco, un lugar donde el hielo va a morir después de un viaje que duró millones de años. Y otra vez nos invade esa enajenación viajera, esas ganas de lanzarse a una vida nómada, de montar una tienda de campaña en cualquier parte para dormir abrazados por esa eterna luz crepuscular que ilumina las noches del verano islandés. Allí mismo, frente a la laguna de Jökulsárlón plantaríamos nuestra casa improvisada, para quedarnos a ver cómo cada día cambian los matices de la luz y las formas de ese hielo en permanente letanía.

 

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Paraíso Termal

Pero el tiempo apremia y volvemos hacia el oeste por el interior para adentrarnos en otro paisaje, esta vez no de agua sino de fuego, el de Landmannalaugar, que todos los veranos cuando la nieve lo descubre, se viste con los colores de los bosques en otoño. El musgo acolcha el caminar en una región que es la meca de los senderistas, ya que aquí disponen de varios refugios y de una gigantesca zona termal natural, con pozas cristalinas y lagunas de aguas calientes para su entero uso y disfrute. Y un poco más allá está el Parque Nacional de Thingvellir, un desgarrado paisaje entre crestas rocosas que ya los vikingos establecieron como lugar estratégico para sus asambleas. En esa falla, que separa Europa de América -el único punto donde, por cierto, es posible bucear entre placas intercontinentales–, el pueblo guerrero gestó el primer parlamento del Mundo: el Althing. Todos los clanes islandeses estaban llamados a las reuniones que aquí se llevaban a cabo, y en ellas se aprobaron las leyes que rigieron la nación hasta 1262, cuando Islandia fue anexionada por la corona noruega.

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Espectacular imagen aérea de Landmannalaugar. Dicha región esconde parajes muy llamativos sólo accesibles para los visitantes durante el verano.

Y si los islandeses del pasado se congregaban en Thingvellir, los del presente lo hacen en las aguas del Blue Lagoon

Un lugar donde no se discuten cuestiones de Estado pero sí cotidianas, que son igual de importantes al fin y al cabo. Metidos hasta el cuello en agua turquesa y embadurnados en lodos blancos, muchos bañistas des- conocen que éste es sólo uno más de los 800 manantiales termales que salpican el país. De hecho, en Islandia, el 81% de la energía primaria (y el 100% de la energía eléc- trica) proviene de fuentes renovables, como la geotermal que calienta estas aguas. Junto a ese perfecto Blue Lagoon que hace las delicias de los asistentes, unas chimeneas humeantes interrumpen la armonía del paisaje indómito. Todo tiene, claro, sus desventajas: para domesticar a esta tierra salvaje los islandeses han tenido que pagar, en algu- nos lugares, con cierto impacto paisajístico.

 

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Blue Lagoon, uno de los muchos manantiales termales de Islandia.

Reikiavik, última escala

Nuestro viaje va tocando a su fin tras varios días perdidos en este país en el que Julio Verne situó la puerta de entrada de su Viaje al Centro de la Tierra. Reikiavik es nuestra última escala, el contrapunto urbano a esa naturaleza virgen que en la capital no nos abandona del todo. Sin edificios de gran altura y asomada al Atlántico Norte, desde su entramado urbano se puede atisbar, al Oeste, la amenazante silueta de Snaefell, que está allí para que nadie olvide que éste es un país de volcanes. Aunque a nosotros nos parece un edificio del futuro salido de una película de Fritz Lang, también volcánicas son las formas de la catedral de Reikiavik, cuyo arquitecto se inspiró en las columnas de basalto hexagonales de la cascada de Svartifoss. Y sin salir de esas calles del centro, entramos en uno de esos locales que frecuentan los de aquí, cosmopolita y joven y que tanto abunda en esta ciudad.

 

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 Cupcakes de colores y un té de nombre exótico acompañados por los inconfundibles acordes de Sigur Rós y sus letras en islandés, ese idioma que no dista tanto del que una vez hablaron los vikingos.

Texto y fotos: Carolina Casado Parras (Londres)

Un todoterreno, una carretera, un sinfín de caminos y dos semanas para dar la vuelta a una isla tan joven geológicamente que apenas tiene árboles. Si lo que ansías ver cuando viajas son paisajes imposibles, escenas que solo la naturaleza más brutal es capaz de concebir, te presento tu próximo destino: Islandia.

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